Podría parecer que, como en la fabulosa historia del hombre menguante, nuestro contrabajista ha ido reduciendo su tamaño hasta caber en una pecera de modestas dimensiones; y que la música de Vivaldi que afanosamente interpreta, mantiene sus virtudes incluso en las viscosidades del medio acuático que, como se sabe, es más apto para los peces de colores que para bípedos implumes. Pero no. Es el trampantojo con el que el paseante casual -o quizá no tanto- que pulula por el pasillo frente al auditorio, puede encontrarse, si la música seduce a sus oídos y decide acercarse a la puerta. Allí verá, a través del cristal del ventanuco, al contrabajista y a su pianista acompañante, o quizá, otro día, a una violinista o un trío o, incluso, a una orquesta completa.
Es la magia del afuera. Del saberse fuera de juego, tardío en la cita, despistado quizá, pero escuchando al fin y al cabo, escuchando con verdadero interés aquello que ocurre adentro, aquello que suena desde un lugar al que se desearía haber accedido, el lugar donde lo portentoso ocurre, ese hacerse de la música que se pierde según se va produciendo, pero que en la memoria del oyente furtivo, el que la escucha de perfil al otro lado, dura un poquito más, menos nítida, menos clara tal vez, pero más intensa, con la rara densidad de las conversaciones oídas en sueños, para siempre indescifrables.
Al otro lado, todo sabe más dulce, al otro lado los músicos caben en una pecera y su melodía se parte en burbujas sonoras, en diminutas esferas transparentes que se rompen en la superficie y son arrastradas por las suaves corrientes del pasillo. Allí, otro oído -casual o no- las recibirá.
-El 6 de junio, en el marco de los conciertos anuales del Ciclo de Primavera, tocaron en la escuela Carlos Martín (violoncello), Mario Asensio (contrabajo) y Ana Bueno (violín)-