Aprovechando que las clases han terminado y la escuela está vacía, los calurosos días de julio son testigos de un ir y venir de cajas, estanterías, instrumentos y una infinidad de inclasificables objetos, que mudan de sitio como la arena en el desierto.
El curso que viene esperamos tener preparada un aula nueva, una muy especial, la que guarda en sus anaqueles la colección de partituras de la escuela. Y eso, en un efecto dominó que parecía no tener fin, hizo que lo que estaba en un lugar, fuera a parar a otro, cuyas tripas hubieron de vaciarse también para albergar bultos nuevos, y así hasta no reconocer ya cuales eran los extremos de esta cadena de reubicación. Al cruzarnos por los pasillos con algún trasto entre las manos, nos echábamos a reír, perecía que nos hubiéramos vuelto locos y no pudiéramos parar de mover cachivaches, como aquel ejercito de «curris», los hombrecillos verdes que moraban en Fraggle rock.
Pósters con la efigie de Wagner o de Vivaldi, un caballete de pintor, grabados, teclados, placas conmemorativas y hasta una ducha portátil fueron apareciendo desde lo más recóndito de aulas y almacenes, acumulados ahora en un improvisado rastrillo en el que quizá puedan encontrar casa nueva. Todo daba para que alguien contara alguna historia o se pasmara ante la inopinada aparición de tal o cual objeto.
Resultaba imposible no arrodillarse un rato, y dejarse llevar por las escenas del pasado, encontrar fotos olvidadas o de alumnos que ahora tienen diez años más y que nos sacan una cabeza. A algunos les ha crecido el tupé, a otros la barba, hay a quien le ha dado tiempo para ir y venir de América, y quien ya ha dado alguna clase que otra en Sirinx, fijaos de lo que hablamos…
Y, como os decía al principio, todo esto es para abrir un hueco en la nueva aula, la que guarda los tesoros musicales, la que espera vacía aún, a que la moren los alumnos y profesores que pondrán en pie el curso que viene un nuevo proyecto educativo musical. Lo veréis… Y lo escucharéis.
