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Bajan las hojas en la isla del Soto

Clima. El baile comenzó pronto. El clima de la mañana del cinco de octubre amaneció indeciso. Si miraba hacia la casa de Juanfran, podía ver cómo la colina se perdía en las tripas de una maraña de nubes: “Aquí está lloviendo”. Pequeña histeria en el grupo profesores de Whatsapp. Dudas. Dudu enviaba una foto desde Vistahermosa: “Aquí no está lloviendo”. Algo de calma. De todos modos, a esas horas había que desayunar. Luego ya se vería. Con la taza ya vacía me asomé a la terraza y pude comprobar que la sierra de Béjar había sido borrada por un inmenso cuerpo de nubes oscuras. La cosa se ponía sería ¿hacia dónde iría esa masa de agua flotante? ¿Venía hacia nosotros? ¿Arruinaría la salida a la Isla del Soto? Los aprendices de músico estaban citados a las diez de la mañana en medio de la cuenca fluvial del Tormes, con sus siete añitos vivos en la mirada y su mochila con tentempié, y esperaban conocer de cerca cómo es que los instrumentos musicales suenan como suenan. Los profesores de instrumento se dispersarían por distintas zonas del parque y pondrían en pie la representación musical de la génesis del sonido. Por suerte, entre la casa de mi vecina y la caseta del gas, podía ver que el cielo sobre la isla se mostraba limpio y transparente. Lo puse en común. Una dosis de esperanza recorrió los temerosos mensajes que unas y otros habíamos ido esparciendo sobre el fondo verde de la aplicación del móvil. 

Del viento escribió Max Jacob que jugaba a las canicas con los árboles, y también con las nubes y todo lo demás. Y eso debió de pasar aquella mañana en la que llovió y no llovió a la vez, y así el viento y las nubes nos dieron finalmente tregua y nos dejaron a nuestras anchas en el abrazo del río.

Pasarela. A la isla del Soto se accede por un puente. Porteando contrabajos y guitarras, teclados y cordófonos, cajas con pan y chocolate, los profesores nos íbamos internando en la humedad separados en pequeños grupos. El ambiente de la ínsula ribereña era frío a esas horas, el termómetro marcaba, a las diez y media de la mañana, apenas 16ºC y pensé —y creo que dije en voz alta— “¡La pesadilla de un lutier!”. Hubo risas. Juanín arrastraba el carro del contrabajo que sonaba contra la grava del camino con correosa aspereza. En algún lugar que los instrumentistas no podíamos ver, las profesoras de lenguaje musical organizaban a la inquieta hueste de aprendices. Pronto la horda se abalanzó sobre nosotros corriendo y gritando campo a través.

Centro. Los responsables de la familia de la cuerda nos ubicamos en una mesa circular rodeada por troncos cortados a varias alturas que hacían las veces de asiento. Merce y yo elegimos los que mejor nos permitían tocar el chelo y la guitarra, que eran solo dos, en lados opuestos de la mesa. Había también un hueco que parecía haber albergado en otros tiempos uno de esos troncos-taburete, y que ahora estaba relleno con ramas y piedras. Durante toda la mañana, y sin saber muy bien por qué, pisaba y volvía a pisar esa pequeña trampa que, al menos, parecía estar pensada para que el tobillo no se doblara del todo. Una franja sin hierba donde se acumulaba el polvo milagrosamente seco circundaba la mesa y amenazaba la pulcritud de las fundas negras. Alrededor de ese centro transcurrieron las operaciones turno tras turno. Cada familia de instrumentos debía de exponer un prototipo pensado para explicar la mecánica fundamental de las cuerdas, los vientos y la percusión. En nuestro grupo nadie fue capaz de armar el cordófono que un día diseñó Paco para mostrar cómo se hacía un chelo, una viola, un violín y hasta una guitarra (recuerdo que en tiempos hubo incluso una cartulina con trastes marcados, que se añadía al conjunto, y que se debió perder en algún momento). Pero nadie consiguió ensamblar el cubo, el palo, la pica. Hubo teorías para todo. Finalmente, entre Maite, Celia y Merce decidieron que faltaba un tornillo. Yo creo que el que faltaba era Pablo Cabero que, a buen seguro, habría dado con la tecla en un pis pas.

Interior. Los aprendices buscaban el alma. Un trocito de madera. Es seguro que a media mañana ya se habría hinchado, ebria de humedad, haciendo memoria de la savia que una vez hubo de recorrer sus entrañas. Algunos decían verla pero no era cierto. Asentían para quitarse el muerto, con un punto de indolencia y otro de temor a decepcionar al adulto. Pero si la profesora insistía y no quedaba más remedio que asomarse a las efes que daban al interior del instrumento, resulta que sí, que allí estaba el palito. Celia, la profesora de viola, les ayudaba: “Donde mejor se ve es en el contrabajo”, “¡Sí, sí, es verdad, ya la veo!”, y los demás se arremolinaban para dar fe de la existencia del alma. Así escrito, no es poca cosa. Después venían corriendo a la guitarra. Una “o” en vez de una “efe”. Una boca desde la que otear lo oculto. Pero nada, la guitarra no tiene alma. Es cierto y no es cierto a la vez, les dije. Algunas la tienen. De hecho, la de mi hijo Darío la tiene. Fue una probatura de Rafael Moreno, guitarrero de guitarreros —que es como hay que llamar a los constructores de guitarras en Granada—. Pero no es lo usual. La tapa de la guitarra es amplia y lisa. Las barras armónicas y un abanico de varillas la jalonan por dentro, escondidas a la vista. La hacen fuerte y la hacen sonora. El alma habrá de buscarse en el músico, entonces. En las manos.

Pan con chocolate. Se hizo raro que sólo hubiera tres turnos. Llevábamos eones lidiando con cuatro. La habitual locura que anega la cabeza del profesor, que repite cuatro veces lo mismo a lo largo de la mañana, se vio minimizada por esta reducción de personal. Algo es algo. Acabadas las explicaciones, apareció Pilar con una caja llena de panes y tabletas de chocolate. Los aprendices iban y venían del pan a la tirolina, de los columpios al chocolate; algunos tranquilos, de charleta, otros, haciendo el mono sin parar, sujetando a duras penas el almuerzo entre los dientes. Los profesores de instrumento nos reunimos por primera vez en la jornada, nos veíamos las caras de nuevo como recién llegados de un viaje que mutuamente desconocíamos. Por las fotos sé que Joaquín y Dudu sacaron a la palestra a grupitos de aprendices que jugaban con los prototipos, pequeño concierto improvisado ante un telón arbóreo. A los de viento los llegamos a oír a lo lejos en algún momento durante los turnos. Ahora estábamos todos juntos y había que llegar a algún acuerdo. ¿Qué tocar? ¿En qué tono? ¿Cuántas repeticiones? Cada instrumento es un mundo, y lo que le viene bien a uno, le va mal a otro: “¿Tres bemoles?”. Sin ensayar y pasando por alto las pocas cosas que habíamos acordado mensaje de texto mediante, dimos paso al concierto de profesores con éxitos del cancionero de la escuela. El público infantil pedía otra y otra: “¡Una con ritmo!”. La cosa acabó en baile. Nos sentimos como una orquesta de verbena, satisfechos de ver a la grey de pie, levantando polvo y rompiendo a sudar, mirándonos entre sonrisas y pensamientos de “y, ahora, ¿cuál tocamos?”. 

Inversión. Y comienza el camino inverso. Se rebobinan las imágenes de primeras horas. Todo marcha hacia atrás. Los cachivaches vuelven a su bolsa, los instrumentos a su funda, el contrabajo al carro, el camino haciendo sonar como una lija gruesa las ruedas de plástico, anunciando así a los pájaros nuestra marcha, abandonando una isla en la que nos separamos del mundo, dejando atrás una fauna y una vegetación a los que no les hicimos mucho caso, es verdad. Unas gentes a las que tampoco, que paseaban en parejas o en tríos, o que corrían con indumentaria bien cantosa hacia ninguna parte, soñando con que los años circulen al revés por el cuerpo, quizá hacia la eterna juventud. Ellos tampoco nos hicieron mucho caso. La cinta de la música debió quedar suspendida de algunas ramas, debió marchar con la corriente tormesina, debió bajar a la tierra como bajaban las hojas que anunciaban el otoño inminente, como baja el polen y como baja la nieve, que escribía la poeta Mariángeles Pérez López, en su Incendio mineral. Los coches se llevaban ya a los aprendices. También a los profesores. Pasaban por un tramo de tierra y volvían, separados, al fin de semana, al trasiego de la ciudad, al curso recién inaugurado.